El contenido filosófico y moral de los descubrimientos científicos que nos han llevado a la Luna aún no ha penetrado en la mentalidad de la gente, ni siquiera en la de muchos científicos, políticos y profesores. Se funciona aún con la mentalidad científica del siglo XIX, mecánica y materialista, cuando la física cuántica subatómica y la física relativista astronómica señalan claramente la caducidad de los esquemas mentales establecidos hace tres siglos por Newton y Descartes.
La teoría cuántica, iniciada en 1900 por Max Planck, demuestra que la energía no se trasmite de modo continuo, sino a saltos, en paquetes llamados quanta; en desarrollos sucesivos, el príncipe Louis de Broglie establece que un corpúsculo subatómico como el electrón es, a la vez, partícula y onda, cosa imposible para la lógica aristotélica con que aún nos movemos. Poco después, también en los años veinte, Heisenberg establecía el principio de indeterminación que señala la imposibilidad de determinar la trayectoria de una partícula subatómica. Con ello, el principio de causalidad, en que se asienta la mecánica newtoniana y nuestra manera de pensar actual, se tambalea y es preciso dar entrada a leyes de probabilidad. Pero hay más.
El concepto de ondas de materia o partículas que son ondas, formalizado por Schrödinger siguiendo a De Broglie ha completado el proceso de desmaterialización de la materia. Al refinarse los aparatos para penetrar más allá de donde alcanza la vista, hacia los pequeñísimos fenómenos subatómicos, se ha descubierto que la materia no está hecha de bolitas sólidas, duras y tangibles, sino que esto es una mera ilusión debida al limitado poder de discernimiento de los conos y bastones en la pupila o de las células y neuronas táctiles. La realidad es mucho más fina, compleja y fugitiva que la filtrada imagen que nos dan de ella los sentidos. La sustancia de que están hechos protones, electrones y demás partículas es algo más bien parecido a la tela con que se tejen los sueños.
Se cumple pues, cómo no, la genial premonición del poeta, en aquellas mágicas líneas de Shakespeare, al final de La tempestad, cuando Próspero disuelve con su varita mágica el encanto del escenario y advierte a los hechizados espectadores: “Nuestras peripecias terminan aquí: estos, nuestros actores, como ya os advertí, eran espíritus y se funden en el aire, en el sutil aire, y como la fábrica de esta visión se disolverán, no dejando tras de sí ni las trazas: estamos hechos de la materia de los sueños y nuestra minúscula vida envuelta en ellos”. Y Píndaro: “La sombra de un sueño es el hombre”.
Curiosamente, si nos fijamos en la estructura formal del inconsciente, tal como Freud la ha tipificado por su análisis de sueños, alucinaciones y fenómenos parecidos, no podemos evitar sorprendernos ante la increíble semejanza entre ciertos aspectos de la psicología del subconsciente y la estructura del mundo subatómico. La disolución del principio de causalidad es común en los sueños y en el átomo. En el sueño volamos fuera de espacio, tiempo, causa y efecto, y lo absurdo parece plausible. Exactamente lo mismo sucede con las partículas en el mundo subatómico: hay electrones con tiempo negativo, es decir, que vienen del futuro, según dedujo Feynman, y hay partículas mellizas, según comprobó Alain Aspect, que quedan afectadas inmediatamente y a distancia por lo que le sucede a la otra. Los experimentos de Thomson hicieron pasar, aparentemente, un electrón por dos agujeros al mismo tiempo (sobre lo cual comentó sir Cyril Burt: “Es más de lo que puede hacer un espíritu”). En esta segunda mitad del siglo, la evolución de la física toma un giro todavía más surrealista: John A. Wheeler, de Princeton, propone la existencia de “agujeros negros”, hipotéticos pozos en el espacio intergaláctico donde la masa de una estrella apagada, que ha sufrido colapso gravitacional, se precipita a la velocidad de la luz, desapareciendo de nuestro universo. En estos apocalípticos sumideros del espacio, las ecuaciones de la teoría de la relatividad generalizada deducen que la curvatura del espacio se hace infinita, el tiempo se para y las leyes de la física se invalidan. La malla de incompatibilidades a la razón aristotélica que se da en los sueños resulta ser la más pura normalidad en los procesos subatómicos y galácticos.